Vivimos
en tiempos confusos, donde la gente prefiere aceptar mentiras con tal de
desacreditar a quien le cae mal. Aferrarse a falsedades cómodas es más fácil
que enfrentar realidades incómodas. Es un insulto a la inteligencia, pero
también un reflejo de cómo nos han educado para pensar.
El ciudadano de clase media alta promedio, en su delirio de grandeza, se imagina a sí mismo como el rey de Centroamérica. Se cree sus propias mentiras sobre el país y sobre sí mismo como el epítome del "Pura Vida". Ignora los matices de nuestra historia.
Hemos construido una narrativa idealizada de un
país que en realidad nunca ha existido, una ficción nacional que nos impide ver
cómo, desde siempre, hemos sido administrados como una finca por ganaderos de
cuello blanco.
Por eso,
los discursos patrióticos edulcorados y las visiones románticas del país son
tan bien recibidos. Nos fascina escuchar lo grandiosos que somos, especialmente
dentro del sector intelectual y cultural. Es casi un orgasmo colectivo cuando
alguien reafirma la ilusión de que somos un modelo a seguir.
Pero este
país necesita replantearse muchas cosas. Para avanzar, primero debemos aceptar
que no somos perfectos y que nuestra historia está llena de sombras. No todo es
azul, blanco y rojo.
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